Háblame de la emigración

Digna emigró a Holanda en septiembre de 1962. Su marido, Raúl, se había marchado unos meses antes, al poco tiempo de casarse. Esa primera vez viajó a Holanda como turista. Disponía de tres meses para encontrar un trabajo y conseguir que le hiciesen un contrato, de lo contrario no podría quedarse allí.
Raúl trabajaba en un pueblo a doce kilómetros de Rotterdam. Su empresa disponía de algunas viviendas para sus empleados y el matrimonio pudo alojarse allí sin necesidad de pagar alquiler. Eran casas muy antiguas, con un pequeño terreno en la parte trasera donde tenían gallinas, conejos y una huerta que ellos mismos cuidaban. Aparte de eso, tenían pocas comodidades: la calefacción era de carbón y no había agua corriente en el baño. Se quedaron allí doce años, hasta que el ayuntamiento ordenó derribar las casas a causa de su precariedad.
Cuando llegaron allí, ni ella ni su marido conocían el idioma, ambos aprendieron holandés a través de un curso gratuito de la radio. Además de escuchar el programa, que se emitía por las noches, tenían que hacer trabajos en casa y enviarlos por correo para que los profesores se los corrigiesen.
Al cabo de unos años también emigrarían junto a ellos el padre y después la madre de Digna. El padre, de hecho, trabajó allí hasta su jubilación.
Según relata Digna, en aquella época Holanda no solicitaba mujeres para trabajar en sus fábricas y menos aún si eran, como ella, oriundas de la provincia de Lugo. Se consideraba que al proceder de una provincia agrícola y ganadera no estaban preparadas para desempeñar oficios industriales. Sin embargo, ella enseguida encontró trabajo en una fábrica de confección.
A mayores de su jornada laboral de ocho horas, hacía extras y en ocasiones trabajaba incluso los sábados o domingos. «Cosía a máquina todo lo que me daba la vista», recuerda, «en esa época una mujer española trabajaba por cinco holandesas». Aunque recibía puntualmente su salario cada quince días y le pagaban bien las horas extraordinarias, lo cierto es que el trabajo no solo no le gustaba, sino que además le resultaba agotador.
En busca de mejores condiciones, entró en una fábrica donde su ocupación era empaquetar galletas. Solo permaneció dos meses en este trabajo, que resultó ser peor que el anterior. A continuación logró colocarse en una empresa que producía piezas de goma para coches y maquinaria. Había trece mujeres más trabajando allí, donde recibía un sueldo mucho mejor que en sus anteriores empleos. Lamentablemente, al cabo de cinco años se terminó el trabajo y durante tres meses estuvo en la condición de Carta Azul por lo que continuaba recibiendo su sueldo del Estado. Mientras tanto solía acompañar a su jefa a ordenar y limpiar las instalaciones.
A continuación se empleó en la fábrica de tornillos donde trabajaba su padre. En un primer momento su cometido se limitaba a empaquetar el material, pero, al comprobar que era una persona trabajadora, la empresa le proporcionó formación para que llevase a cabo otras tareas.
En 1969 nació su hijo Raúl. Trabajó hasta el último día de embarazo y por este motivo pudo disfrutar de un permiso de maternidad de seis meses. Cuando se incorporó de nuevo a trabajar, volvió a cambiar de empleo. Esta vez se colocó en la cocina de la fábrica donde trabajaba su marido; allí le permitían tener al niño con ella, en una habitación contigua.
Comenzó lavando platos, después como pinche y, en el momento que hubo una vacante como cocinera, ella ocupó ese puesto. Esa fábrica, al igual que otras muchas, proporcionaba alojamiento y manutención completa a sus trabajadores.
La jornada laboral de Digna comenzaba a las 6.45 h para preparar los desayunos y finalizaba después de recoger la cena. Estuvo tres años sin disfrutar vacaciones ni un solo día, hasta que tuvo una compañera y entonces podían turnarse los fines de semana para descansar.
En 1980 volvió a cambiar de trabajo y aprendió un nuevo oficio. Entró en una fábrica de embobinados de motores y en la escuela de la fábrica aprendió a soldar materiales como plata, cobre o bronce. A pesar de tratarse de un trabajo completamente nuevo para ella, llegó a recibir un premio por una idea que aportó y por realizar el trabajo en poco tiempo.
El motivo que llevó a Digna y Raúl a emigrar fue económico: querían ganar dinero para construirse una casa en su pueblo. Sin embargo, los años fueron pasando y tardaron veinticinco años en regresar. Finalmente decidieron volver cuando su hijo iba a entrar en la universidad. Digna sabía que, si continuaban más tiempo en Holanda, su hijo querría quedarse allí y ya nunca regresaría con ellos a España.

Con sus compañeros
En la fábrica
Digna el día de su despedida