Háblame de la emigración

Esther Benilde nació en Vilapedre, en el ayuntamiento de Vilalba (Lugo) «en una pequeña aldea de tres casas en plena montaña donde solo se veía cielo, monte y nieve en invierno». Pero, aunque era un sitio aislado, también allí llegaban los ecos del progreso en otras latitudes del mundo a través de las cartas que enviaban los familiares emigrados. Su familia recibía noticias de sus tíos desde Argentina, Cuba o Estados Unidos, por lo que estaban muy acostumbrados a escuchar hablar del extranjero. Ya desde pequeños, Esther y sus hermanos tenían ilusión por salir de allí, pues en la escuela, como ella relata «poco más aprendían que cantar el Cara el sol».
Esther refiere que se criaron con mucha pobreza, sin ningún juguete, pero con mucho cariño y sin pasar nunca hambre. Sus padres, explica, «eran muy inteligentes y sabios para la época en que les tocó vivir». Su tía materna, emigrada en Argentina, vino de visita en 1953 y convenció a sus padres para que fueran a Buenos Aires, y así comenzó el itinerario migratorio en su casa: primero se fue su hermano mayor, en 1957, con tan solo 15 años, y en 1964 ella, cuando contaba 20 años (menor de edad, en aquel entonces).
Era una mañana de sol que recuerda nítidamente, un 3 de noviembre de 1964, cuando embarcó en el Monte Umbe, un barco de una compañía vasca. La nave se separaba lentamente del puerto mientras sonaba la canción El emigrante de Juanito Valderrama, y su padre la despedía entre lágrimas desde el muelle. En el barco, unos señores se encargaban de la protección de los menores que viajaban solos, y Esther recuerda como todos se iban con tristeza por abandonar su tierra y dejar atrás sus familias. Veinte y un días después, llegaba a Buenos Aires.
En la capital argentina, todo le parecía enorme y diferente. Esther estaba admirada y contenta por encontrarse allí, en una ciudad llena de adelantos. Coches, avenidas, salones de baile, casas con baño y gas en las cocinas, nevera, tocadiscos, televisión, lavadora y otras muchas cosas desconocidas entonces en la aldea de Vilapedre, donde pocas más comodidades había que una cocina bilbaína y una lareira. Pero, por otra parte, nada la cogió por sorpresa, pues ya había escuchado muchas cosas acerca del progreso de Buenos Aires.
En un principio vivía con su tía, emigrada en Buenos Aires desde 1930. La tía de Esther, que tenía una mentalidad muy conservadora acerca del trabajo de las mujeres, algo que ella atribuye al hecho de no haber tenido la oportunidad de ir a la escuela, pretendía que su sobrina quedase con ella en casa haciéndole compañía, pero ella tenía claro que había emigrado para poder hacer su vida, y tenía ganas de trabajar. Esther ilustra con una anécdota personal la situación de las mujeres en aquella época: Al morir su abuela, en 1960, las mujeres de la familia tuvieron que guardar un año de luto, ella incluida, con tan solo 16 años, cuando se encontraba en lo mejor de la vida, sin poder salir da casa ni ir a fiestas, a bailes ni a ningún lado.
En Buenos Aires pronto encontró empleo en una panadería que frecuentaba, y allí trabajó durante varios meses pese a las presiones de su tía. Poco después, dejó la panadería y comenzó a trabajar haciendo chaquetas para una sastrería en la que estuvo hasta 1970. En el Centro Gallego de Buenos Aires disponían de atención sanitaria y hospital, y por otro lado el Centro Lucense –del que sus tíos fueran fundadores– funcionaba como lugar de ocio, con piscina y pista de baloncesto. Allí se congregaba mucha juventud gallega para las fiestas y bailes que se organizaban en los fines de semana.
En aquel momento, ya el resto de sus hermanos estaban esparcidos por el mundo, y una de sus hermanas vivía en Inglaterra desde 1968. En esa época, en Argentina empezaba a devaluarse la moneda, y como no tenía compromisos personales y sabía que sus padres sufrían por estar tan lejos, le envió una carta a su hermana para que le consiguiese un trabajo y probar suerte en Europa. En 1970 llegó a Londres, donde entró a vivir con su hermana y su cuñado. Al día siguiente de llegar, ya comenzó a trabajar en un hotel haciendo camas y, aunque que no sabía inglés, consiguió salir adelante preguntando todo lo que no entendía. En la capital inglesa estuvo hasta 1983, etapa en el que pudo venir cada año para visitar a sus padres.
Al poco de llegar a Londres, encontró al que sería su marido, un vecino de Lousada que había ido a su misma escuela. Empezaron a salir juntos, y al poco tiempo se casaron. Esther recuerda cómo ni un día libre cogieron para su boda, pues al día siguiente tenían que trabajar. El matrimonio tuvo dos hijos en Inglaterra.
En Londres, se reunían a menudo con otros gallegos. Su cuñado tenía allí a siete hermanos y se juntaban todos en Navidad y otras fechas especiales. Esther guarda un recuerdo muy positivo de la fuerte amistad y solidaridad que había entre los emigrantes gallegos, aunque la vida allí era de sacrificio y de muchas horas de trabajo con poco descanso. Así como volvió de Argentina con el mismo dinero que tenía cuando se había ido, en Inglaterra trabajó muchísimo más con el objetivo de ahorrar y poder hacer su vida. A finales de 1983, el matrimonio decide volver para Galicia. A su marido le tiraba mucho su tierra, y sus hijos tenían entonces 8 y 3 años, por lo que valoraron que era el momento adecuado para volver. Esther recuerda ese momento como muy triste, y dice que lloró más al salir de Inglaterra que cuando se marchó de Galicia. Sin embargo, está satisfecha de haber regresado.
La familia se instaló definitivamente en Ferrol, donde Esther ya tenía dos hermanos viviendo. Con el dinero ahorrado en la emigración, pudieron comprar una vivienda y poner en marcha un negocio de hostelería en Caranza. Finalmente, toda su familia regresó a Galicia, incluidos sus tíos emigrados en Buenos Aires.